Ni siquiera la muerte podrá separarnos ...

martes, 13 de mayo de 2008

Me tuve que ir

El lugar donde trabajo (no daré más datos al respecto) consta de varios edificios, cada uno de los cuales tiene su propia cafetería. Y como es normal que, al cabo de una jornada de trabajo, visite hasta tres de esos edificios desde primera hora, suelo cambiar el lugar donde desayuno. En una de las cafeterías trabaja un señor (llamémosle N) detrás de la barra, asistido por un par de compañeros. Entre ellos y el personal de la cocina forman un buen equipo; no hay más que ver el aspecto del local y la afluencia de clientes, propios y ajenos. Pues bien, N es una buena, muy buena persona, tranquilo y bonachón. No suelo intercambiar muchas palabras con él. En realidad, no soy muy amigo de confidencias ni confianzas con los camareros que trabajan en las cafeterías que frecuento (una próxima a mi casa, el resto forman parte del círculo laboral). Eso sí: para ellos el máximo respeto, la más exquisita educación, las mejores maneras... y punto. Cada uno en su sitio, o sea.

N es culé hasta la médula. Por lo tanto, sigue a su equipo con el interés propio de un aficionado más. Saca pecho, sin estridencias, cuando sus colores van en la proa de la nave futbolera, y lo siente cuando no es así. A veces intenta escapar del modo más honroso posible de las derrotas y los varapalos deportivos, poniendo una pizca de buen humor, algo sano que siempre se agradece. No tenemos negocios futbolísticos en común porque, como ya he dicho, mantengo cordialmente las distancias. Naturalmente, en los tiempos que corren, N no está pasando su mejor momento como aficionado. Los rivales de la parroquia, clientes sobre todo, han ido a por él. El jueves pasado, a primera hora, me senté en mi lugar y me dediqué a apurar el desayuno mientras repasaba mis asuntos del día, como de costumbre. Lo del Clásico, ni mencionarlo. Tan sólo, cuando ya me retiraba después de abonar el importe, me despedí diciéndole: "Vaya día que te espera".

¡Y vaya día el suyo, en efecto! Al día siguiente, tras repetir la ceremonia cotidiana, le pregunté cómo le había ido el día anterior, consciente de la rechifla, chascarrillo y chirigota que, a buen seguro, habría sufrido.

- Me tuve que ir- contestó.- Pedí permiso y me tuve que ir.

Al día siguiente, sábado, me acerqué a desayunar a la cafetería que está frente a casa. Allí, mientras ojeaba el periódico saboreando el café con leche, uno de los camareros (le llamaremos S) contestaba en tono airado al comentario guasón que uno de los clientes le había espetado mientras alimentaba la máquina tragaperras. Desconocía el perfil de S como aficionado, hasta tal punto que sólo entonces caí en la cuenta de que también era barcelonista.

- ¡Ya te vale!- decía.- ¡Que a ti no se te puede hacer una broma cuando pierden, y yo tengo que estar aquí siempre a lo que caiga! ¡Merenguitos!

Al oír lo de "merenguitos", alcé la mirada. Supongo que fue un acto reflejo. El debió notar que no me había hecho gracia, porque se apresuró a decirme: "Tranquilo, contigo no es nada". Pero era tarde porque, pasado el reflejo y visto el percal, ya había vuelto la mirada hacia las páginas del periódico, sin decir esta boca es mía. Imagino, por tanto, que el comentario iba dirigido a mí, pero no puedo asegurarlo. Y, la verdad, no me importa en absoluto si fue así o no.

Y es que los bares y cafeterías son, sin duda, los lugares más propicios para que fermente el fanatismo por unos colores u otros. Hay televisión, en muchas de ellas se puede fumar (o se hace la vista gorda), hay mayoría de hombres (por aquello de la camaradería baretil y el consiguiente descuido del lenguaje), y la bebida circula sin más límite que el del propio bolsillo o, quizá, el temor a la pareja al regresar de la experiencia religiosa. No es extraño, pues, que cuando se juegan partidos importantes vaya allí en masa la parroquia local, a gozar o a sufrir, según la dirección en que sople el viento. Para deseperación, dicho sea de paso, de los curas que ven cómo se vacían las iglesias y los fieles mantienen la devoción por el dios esférico, un símbolo geométrico muy adecuado, ya que no tiene principio ni fin. Y cuando el dios visita las redes rivales, ahí se desata la pasión sin tapujos. No han sido pocas las veces en las que he podido seguir un resultado sin necesidad de ver el partido en cuestión, simplemente analizando los gritos que venían de la calle.

Los camareros son parte del "show". No sólo están aquellos que, como N y S (ojo, no son Norte y Sur) llevan sus colores en la sangre y sienten y padecen como un parroquiano más, sino aquellos que, ajenos a todo, disfrutan de la ocasión gritando "¡penalty!", cuando en realidad se trata de un saque de puerta. Pero por fanáticos que puedan ser, los camareros juegan siempre en desventaja. Si su equipo gana, los parroquianos rivales tienen suficiente con tomarse la cerveza o el café en otra parte, sustrayéndose así a la coña marinera que después, de modo tan inmisericorde como poco valeroso, no dudan en restregar por el rostro ajeno cuando las tornas cambian. Un camarero está atado a la barra tras la cual sirve; el cliente tiene plena libertad de movimientos. No es un partido justo. Y sí es justo, por el contrario, que personas como N y S se indignen cuando aquellos que se esconden a las duras, afloren como hongos venenosos a las maduras. Se trate del color que se trate.

Yo lo tengo fácil. Mi política de respetuosa distancia con los camareros me pone a salvo de todo. Si tengo que devolver coñas y chascarrillos, lo hago selectivamente con aquellos que no me dejan en paz cuando ganan (o cuando el Real Madrid pierde, ya que como buenos culés y colchoneros, antes suelen profesar la religión del antimadridismo talibán que la propia), recordándoles siempre una de las consignas de este blog: alegrías y tristezas viven de alquiler, cambian siempre de hogar y no echan raíces en ningún sitio. Hoy viven en tu casa, mañana en la del vecino. Por eso hay que saber disfrutar de los buenos momentos deportivos, porque son pasajeros. Pero a los demás, hay que dejarlos en paz en la medida de lo posible.

(¿Me oye usted, señor Carazo?)

Y a los camareros, más que a nadie.

He dicho.

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