Ni siquiera la muerte podrá separarnos ...

martes, 1 de julio de 2008

Eurocopa y nacionalismos en este país

Como era de esperar, las reacciones a la feliz consecución de la Euro van mucho más allá de lo que es razonable. España, nuestra España de siempre, nunca madrina y siempre madrastra, a quien querer mucho no me cuesta nada, ha hecho a sus hijos, ahijados e hijastros así: desmedidos para todo, sin mesura, y sin un ápice de sentido crítico, para bien y para mal. Y los comentarios que trascienden lo puramente deportivo para rayar en lo político no se han hecho esperar. Por parte y parte. Pues vaya por delante que esa clase de actitudes, de una y otra parte, sólo puede provocar asco en mi humilde persona. Un asco que no por esperado es menos repugnante.

Me explicaré: soy profundamente antinacionalista. De pura cepa y convicción. Me producen tanta aversión los nacionalismos periféricos y centrífugos de algunas comunidades autónomas (a las que algunos quieren llamar "naciones") como el españolismo ciego, cerril y ultramontano. Si alguien me preguntase qué me siento, mi respuesta invariablemente sería: "depende". Depende del contexto geográfico en que se me haga la cuestión. Porque si es en mi isla, diré que a medias chicharrero y lagunero; si en otra isla, tinerfeño; si en la península, canario; si en el extranjero, español. La clave para entender mi postura es que ninguno de los gentilicios es incompatible con el resto, caben todos porque los siento todos por igual. Y no necesito hacer profesión de fe alguna, es así. Y punto. Me siento parte de un país y una patria de historia común centenaria, de lengua milenaria, y de vocación universal, y que ha dejado su huella, para bien y también para mal, en medio mundo. También soy hijo de la ciudad que me vio nacer, y de aquélla otra que me ha adoptado entre los suyos, faro cultural de Canarias. Soy hijo de mi pequeño terruño triangular, cúspide de Canarias y España, y de estas islas de alisio y siroco que han poblado buena parte de América. Esto no es ser nacionalista, puesto que no constituye en modo alguno mi ideario político, ni mezclo aspecto alguno de esta declaración con la política: antes bien, entiendo que son realidades bien distintas.

Es ahí donde los nacionalismos, a mi entender, cojean. Al menos los nacionalismos que trascienden el libre pensamiento, asumible y respetable en cualquier hijo de vecino, para convertirse en ideología y en praxis política. Jamás he visto nada más absurdo. El motivo es bien simple: la esencia del nacionalismo es puramente sentimental. Uno es nacionalista porque siente o se siente perteneciente a una entidad y a un pueblo diferentes. Hace cosa de un par de meses, José Ramón de la Morena le preguntaba a Joan Laporta en "El Larguero" de la cadena SER, qué era ser catalanista, a lo que el aludido respondía como era de esperar: "Es un sentimiento", repuso. Más claro el agua. En los nacionalismos políticos (nótese la evidente contradicción) no existe visión alguna sobre la sociedad, sobre la economía, sobre los derechos individuales o colectivos, sobre el papel del estado o la iniciativa privada, sobre los mercados, sobre los sindicatos y las asociaciones de ciudadanos, el modelo de educación, nada de eso cabe si no es en forma de añadido, como un post-it. Los pilares del nacionalismo tienen, por el contrario, mucho que ver con la lengua (si es que ésta constituye un elemento diferenciador, cosa que no siempre ocurre), la historia y la cultura, éstas últimas con frecuencia distorsionadas al capricho del gobernante local de turno y su vil cofradía. Lo demás, a gusto del consumidor. Y la praxis política del nacionalismo periférico se basa en una premisa fundamental: el victimismo. Habeis sido muy malos con nosotros, los catalanes/vascos/gallegos/canarios/etc. Y tenéis que compensarnos, queremos más. Y más. Y más. Y más. Y más...

Claro que de la otra parte tampoco son mancos. En un vano intento por ser más español que nadie, algunos confunden España con algo que ya no existe, y sacan a relucir símbolos de épocas pretéritas (algunos incluso la Cruz de San Andrés, la bandera imperial de los Austrias), pasadas, caducas... y estridentes. Y en su pertinaz torpeza y ceguera, son absolutamente incapaces de entender que el nuestro es un país plural (que no plurinacional, ojo), donde no sólo cabe lo genuinamente castellano. Que nuestra pluralidad es nuestra mayor riqueza, que las demás lenguas que se hablan en nuestro país son de todos, que la diversidad nos hace culturalmente ricos, riquísimos, y que a la diversidad hay que respetarla, asumirla, y sobre todo, quererla. Porque es nuestra, de todos. Toda ella. Esa es nuestra España, la que es hija de Castilla y León, sí, pero también, y en igualdad de paternidad, de Aragón y de Navarra, y nieta del Califato de Córdoba, y bisnieta de la Hispania romana. Con todo lo que eso incluye y todo lo que eso implica, bueno malo y regular. Supongo que después de todo esto, no preciso decir nada más al respecto, ¿verdad? Queda claro lo que pienso y lo que opino.

Pues bien, volvamos al fútbol, a la selección y a lo que ha sucedido. A lo que está sucediendo, más bien. Lo primero que llama la atención es la profusión de banderas, o mejor dicho, de la bandera, en distintas versiones (que si un escudo, que si otro, que si el toro de Osborne...). Me apena que sólo en los grandes acontecimientos deportivos se pueda sacar a relucir un símbolo que es de todos sin que a uno le llamen facha, o se use la palabra español casi como un insulto por parte de los descerebrados de siempre, que piden (cuando no exigen a punta de pistola) respeto para ellos, pero que no dudan en ofender al que piensa de distinto modo. Patrioterismo exacerbado, quizás, pero que no viene mal del todo, sobre todo cuando uno ve cómo todos y cada uno de los jugadores de la selección se apuntan a las celebraciones con una sola palabra en la boca y en la mente: España. Sin más. Lo mejor, como siempre, viene de ellos, de Torres y Cesc que insisten (y con razón) en afirmar que este es un triunfo a compartir por todos y que, ojalá, sirva para unirnos más. Porque si hay algo que parece que es capaz de unir a nuestras gentes en este desgraciado país, por encima de las miserias de los políticos y los reyezuelos de taifas locales que nos ha tocado padecer, sean del signo que sean, es el deporte. Al menos no es mala enseñanza, ya que es de lo más noble.

En el otro extremo, los que no sienten esto como propio o, peor aún, los que quieren arrimar el ascua a la sardina diferente que sí sienten como suya. Afortunadamente, no ha habido muchos. Sólo Lluís Mascaró (Sport), quien ha dejado bien claro que sus únicos colores son los blaugrana, y Xavi Torres (TV3, pero también Sport los martes) que arremete hoy contra aquellos que calificaban (dice él) despectivamente al fútbol de la selección como "tiki-taka", aduciendo de paso que ése es el fútbol del Barça. Bastante discutible en mi opinión, senyor Torres, pues si bien es cierto que la medular de la selección tiene similitudes notables con la del FC Barcelona (empezando por Xavi e Iniesta, que son jugadores del propio club), hay puntos que hacen muy distinto el fútbol de la selección española del fútbol que tanto añoran en Can Barça. Por citar sólo un par de ellos: juego por las bandas (casi inexistente en España, salvo por las ocasionales subidas de los laterales), y presión defensiva (mucho más retrasada en el caso de la "roja"). No todo se reduce a los números, que si 4-3-3 o 4-1-4-1. Ah, y por cierto, esta temporada que concluye, el Barça de sus amores ha exhibido su peor juego cuando en el campo han coincidido Xavi, Iniesta y Deco, los jugones bajitos. A usted le corresponde señalar las diferencias entre ambos casos. Seguro que acierta.

Seguiremos hablando de estas cosas. Ahora debo irme a almorzar. Viva la selección española de fútbol, sus jugadores y su seleccionador, y viva España, nuestra España. La de todos.

Sin estridencias.

He dicho.

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