Ni siquiera la muerte podrá separarnos ...

lunes, 6 de diciembre de 2010

El valor del Silencio

Han pasado siete días desde el Clásico contra el Barcelona. Y es ahora, una semana después del, para mí y otros tantos madridistas infausto partido del Camp Nou que vuelvo a asomarme al teclado. Del partido no tengo nada que comentar. El resultado final lo dice todo, así que no queda más que rendirse ante la evidencia y seguir peleando, luchando hasta el último aliento y el último minuto. Esa es la obligación de los jugadores, del cuadro técnico y de la directiva. Sin rendirse nunca, jamás. Han perdido una batalla. Estrepitosamente, sí. Pero la guerra sigue, y en varios frentes. Por lo pronto, la difícil victoria del pasado sábado ante el Valencia habrá servido, espero, para tomar un poco de aire, restañar las heridas aún sangrantes y recobrar algo de una moral que adivino barrida, aniquilada y destrozada.

Durante estos días de difícil trago, la mayoría de mis amigos (y familiares) culés o, en el mejor de los casos, antimadridistas furibundos ha sido la de guardar silencio. Lo aprecio y lo valoro, porque es justamente lo que deseaba. No ya sólo por el estado de ánimo, que también, sino porque estimo que es la justa correspondencia a mi política de siempre en casos deportivos: vive y deja vivir. Disfruta de lleno de las victorias de los tuyos con aquellos que comparten tus simpatías, y deja a los demás en paz. No me cabe duda de que algunas personas cercanas habrán disfrutado como niños viendo el recital de los chicos de Guardiola. Pero en lo que a mí respecta, ya fuese en presencia o en la distancia, si te he visto no me acuerdo. Gracias pues.

Otros, los menos, no. De un modo u otro me recordaron lo sucedido, con insistencia en algún caso. Bien, nada que objetar. Libres somos. Pero ante un estímulo así tenía varias salidas. Y al final, opté por la que me pareció mejor: negarles lo que me habían dado y regalarles lo que hubiese querido para mí, y que no era otra cosa que silencio, silencio absoluto. El mismo silencio que observaré escrupulosamente cuando las tornas se viren, siempre fiel a mí mismo. Una opinión que, por cierto, no es la primera vez que expreso en este mismo espacio, cuando la diosa Fortuna sonreía, no hace tanto, a mis colores.

Porque las tornas, con total certeza, cambiarán. No sé cuándo, ni cómo o por qué, pero lo harán porque siempre lo han hecho. Es ley de vida: los triunfos nunca son permanentes y el viento siempre cambia de dirección, ya sea por lesiones, defecciones, por la llegada de alguna oveja negra o la ambición incontrolada de algún jugador o (más corriente de ver) de su representante; por el hastío de los triunfos, por imprevisión o exceso de confianza, por la soberbia, por la mala gestión de los directivos (que le pregunten al Valencia) o, más simplemente, por el paso inexorable de la edad y la pérdida irreparable de ciertos jugadores, técnicos o directivos clave. O por cualquier otra circunstancia impredecible e imprevisible. Aníbal cruzó los Alpes en lo que parecía una empresa irrealizable, machacó a la caballería romana de Publio Cornelio Escipión padre en el río Tesino, destrozó a las legiones de Sempronio en Trebia, aniquiló al ejército consular de Flaminio en el lago Trasimeno y, finalmente, masacró cuatro ejércitos consulares al mando de los cónsules Emilio Paulo y Terencio Varrón en Cannas, en una auténtica orgía de sangre y muerte. Pero Aníbal se enfrentó a Publio Cornelio Escipión hijo en Zama, donde acabó siendo descalabrado, y ése fue el principio de su fin. Los suyos, los cartagineses, hicieron el resto. Como los mismos romanos con su general, por cierto. Guardiola y los suyos verán el día en que llegue su Zama particular. Su Escipión les aguarda. Sólo es cuestión de dónde y cuándo.

Y cuando llegue ese día, insisto, sólo habrá silencio por mi parte hacia las personas cercanas que profesen los colores blaugrana. El silencio, ese valioso, agradable y elocuente compañero de viaje. Guardaré mis palabras para los de siempre, para nada cercanos en lo personal, deportivo o geográfico. Y mientras tanto, paciencia y a recordar el viejo proverbio Klingon con el que Tarantino abriera hace años su inmortal epopeya Kill Bill. Hoy he roto el silencio. Porque he querido, por pura y simple voluntad.

He dicho.

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